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Must List / IV



Un buen día desaparecerán los humanos, todos, dejando detrás televisores y automóviles encendidos, puertas abiertas, llaves tirando agua. Desaparecerán sin dejar rastro, ni huellas, nadie podrá seguirlos y no quedará nada que pueda atestiguarlo. Toda su existencia ha estado presente la interrogante ante que es lo que motiva nuestro alrededor, lo que existe si nadie está para presenciarlo, lo que se escucha si nadie puede oírlo. Se vagan por caminos que nunca brindarán una respuesta satisfactoria para nadie. Sin explicar porque la humanidad desaparecería, lo que quede en el planeta para sobrevivir volvería a la respuesta del instinto único, la supervivencia.

Pero la mentes más aferradas se colocan en ese entorno vacío, caminando como únicos seres vivos, dispuestos a recorrer cada vía, cada ángulo, primero de forma sorpresiva y optimista, lentamente consumiéndose por la falta de explicación, de una palpable, no metafísica. A nadie le ha desagradado en algún momento ser el único sobreviviente en el planeta, aunque no pocos han pensando profundamente en las implicaciones que eso implica. Nadie puede sobrevivir solo y si no hay presencia física alrededor, será inventada alguna.

Muy en deuda con las novelas y cuentos cortos de Bradbury, Dick, Le Guin y por supuesto de Matheson (quienes a su vez se inspiraron en Verne, Wells y las “Amazing Stories”) el ingles Craig Harrison escribía su segunda y más conocida novela, The Quiet Eart, una apocalíptica historia que postulaba algunas sugerencias específicas de convertirse en el único humano que vagaba por el mundo. Pocos años después, su adaptación cinematográfica se volvía una realidad.

Zac despierta después de soñar que ha atravesado un túnel. Un día normal, callado, solitario. Como hombre de ciencia, desconoce cómo funcionan con precisión las relaciones humanas, pero sabe que existen, para tal vez un día investigarlas. Sin embargo ese día no, ese día hay automóviles con los cinturones de seguridad amarrados, pero ni una sola persona debajo de ellos. Ese día se ha detenido todo, no hay señales de radio, de televisión, de nada. Lo único sustentable es su rutina, la cual lo lleva de vuelta al trabajo, a descubrir que el ambicioso y peligroso proyecto en el que ha trabajado durante años ha sido activado y, al visto bueno del sistema operativo, funcional en todos los aspectos. Un éxito que se atreve a celebrar en su habitual soledad.

Pero los días transcurren y en el abrumador silencio, la ansiedad empieza a ser un problema. La fantasía de no estar atado a ningún límite, ninguna norma (moral o legal) expira muy pronto, la ciencia es incapaz de darle una teoría que le tranquilice y si no hay nada que lo conecte con esta realidad, de nada sirve transcurrirla. Y aunque la locura parece ser reducida cuando conoce a una mujer que al igual que él ha sobrevivido al repentino suceso, cuando las explicaciones empiezan a darse, su existencia es completamente vulnerable, a pesar de saber que nada a su alrededor presenta peligro alguno. Nada salvo él mismo.

Pocas películas parecen ser tan menospreciadas como esta (aun con su sequito de fanáticos que siempre la colocan en el estatus de culto) Y pocas han envejecido tan bien en su concepto, narrativa y temática. Los años no han eliminado la obsesión de otras realidades, unas más complejas que la actual y sin embargo rozando utopías que tradicionalmente no se encuentran en esta. En 1985, el director Geoff Murphy (creador de Young Guns II, Freejack y mano derecha de Peter Jackson para la trilogía de The Lord of The Rings) tomaba el concepto general de la novela de Harrison, incluía dos sobrevivientes más al protagonista y un bizarro triangulo amoroso para presentar una realidad que cuánticamente existiría y que humanamente sería destruida. Aún cuando la ciencia ficción dura se base en las teorías más concretas de la física, la historia sigue siendo ficción y es lo que la hace tan fascinante, el placer de idealizar escenarios desconocidos, inhabitados, desde la seguridad de la distancia, siempre manteniendo un elemento identificable, en el ambiente, en las circunstancias, en la moralidad.

Realidades paralelas, dimensiones alteradas o utopías inalcanzables, el concepto es: si ha pasado antes, volverá a suceder; desde teorías físicas hasta económicas, todo parece reducirse a un ciclo, con tiempos posibles de medir, pero inexactos al calcular la adaptabilidad de las personas. Lo mismo en la obra de Harrison, como en la cinta de Murphy, la dinámica depende mucho de quien la ejerce y la experimenta, los personajes se desentienden y se adaptan a la situación, para muy pronto querer destruirla, cada uno con sus motivos individuales y cada movimiento provocado por su autonomía y egoísmo. Y a los ojos de los protagonistas (que son los del espectador) la utopía se desvanece y da paso a su consecuencia lógica, la pesadilla. Llegado a ese límite, solo queda despertar, o inventar que se hace. El ciclo, como el ambiguo pero espectacular desenlace propone, no avanza, siempre está quieto, estático. Uno simplemente se limita a recorrerlo, a corromperlo o simplemente a quedarse quieto.



The Quiet Earth (1985)
Dir. Geoff Murphy
Guión: Bill Baer, Bruno Lawrence (basados en la novela de Craig Harrison)

Must List / III

Probablemente, uno de los eventos más tormentosos que se experimentan en la vida es la pérdida. Un evento que presenta pocas alternativas, la aceptación o la evasión. En la aceptación uno decide como lidiar con el enfrentamiento directo a la situación. A la pérdida muchos la traducen como variación del egoísmo y esa carencia de alguien o incluso de algo, impide un reconocimiento de las experiencias que tiene por vivir.

Una pareja esta por enfrentarlo. Él presiente que algo esta por suceder, incluso puede ver un esbozo de señal pero prefiere no darle importancia, concentrarse en cosas más palpables. Pero poco a poco se avecina la tragedia. La premonición llega tan de golpe, que el hombre corre al exterior, desesperado, angustiado. Busca a su hija quien instantes previos jugaba cerca de un río. La encuentra en el fondo, inmóvil. La sensación era de aviso, de prevención, pero él no le quiso prestar atención y más aún, no va a querer, en el futuro, reconocerla como tal. Esas visiones siguen presentándose, el hombre procura no darles importancia, pretende dotar cada experiencia de sobriedad, de pulcritud, de explicaciones. La premonición encontrará su camino, si no es atrapando su atención, lo hará por medio de su exterior, su contacto con los demás, en estricto sentido, a través de su esposa. La ira ya no le corresponde, la ignora, es incluso incapaz de reflejarla, a pesar de su eterno rostro malencarado, derivado de las vivencias que ha tenido que atravesar. Pero la advertencia sigue ahí, la quiera o no escuchar. Eventualmente, todo a su alrededor tendrá que conjugarse para llevarlo a ella, a finalmente derrumbar el escepticismo, aludir al razonamiento y hacer que el hombre persiga la consecuencia, que él mismo la provoque.

Don’t Look Now (1973) de Nicolas Roeg (The Man Who Fell to Earth, The Witches) llamo más la atención por su inusualmente gráfica (para esa época) escena erótica, que por su pausada, ingeniosa y elusiva narrativa. La escena formo parte de una serie de mitos morbosos que se encumbraban con la certeza de varios que los actores no simularon acto sexual alguno. El dato era adornado con el hecho de que fue la primera escena que grabaron los protagonistas: Donald Sutherland y la hermosa Julie Christie. John y Laura Baxter han perdido a su hija en un desafortunado accidente, situación que los orilla a refugiarse en Venecia, donde John dedica todo su tiempo y atención en la remodelación de una antigua Iglesia, mientras que Laura encuentra en su aletargado camino a una vidente que aparentemente esta en contacto con su fallecida hija. La revelación ofrece respuesta y esperanza en Laura y un obstinado rechazo en John, su hija no puede estar paseando a su lado, careciendo su presencia física pero advirtiéndoles un peligro inminente, ineludible, una señal. De tal suerte que las secuelas de la tragedia siguen acumulándose, esperando el momento adecuado para reventar ante la pasividad del receptor.


El planteamiento pareciera en cierta medida ordinario y complaciente, quizá puede mutar en una simplista y derivativa cinta de suspenso (que quizá sea cuando el planeado remake salga a la luz) cuyo objetivo primordial se basaría en descubrir que es lo que provoca lo paranormal, porqué algunas personas son más sensibles a diversas energías que (eso nos han dicho) rondan alrededor de nosotros. Probablemente, las señales abusan de lo esquemático, de la violencia, del contacto desconocido que provoca tanto temor y rechazo.

Pero este no es el caso. La cinta se desenvuelve con tanta suavidad, que difícilmente uno puedo adelantarse a la trama, mucho menos a la narrativa. Roeg comprende que el juego es entre la pareja atormentada, la resolución que cada uno ha tomado para complacer un silencio que evita el combate con la pérdida, con la desilusión, con la fragilidad de la existencia. Por tal, el desarrollo es exclusivo y hasta cierto grado, privado. La pareja se funde y se divide en cada momento que comparten, y no lo hacen con discusiones, con odio o resentimiento, lo hacen de la única forma que entienden, como personas capaces de negar una situación y negarse ellos mismos. Extraños en una tierra extraña, el entorno tiene una trascendencia tal, que los vuelve completamente vulnerables, ajenos, dejándose llevar por todas las falsas pistas que deja un sacerdote, un detective, las hermanas y hasta un asesino serial, todos fungiendo como impredecibles compañeros que los orientan y distraen a la vez en una Venecia que lo mismo pinta como solemne que terrible.

Al inicio hemos entrado como curiosos, más allá no se nos ha permitido. En el desenlace del juego, no escatimamos en suposiciones. No podemos actuar, como mucho en la vida, solo podemos admirar asombrados u horrorizados.



Don't Look Now (1973)
Dir. Nicolas Roeg
Guión. Alan Scott y Chris Bryant (basada en una historia de Daphne du Maurier)

Must List / II


Yo lo mate”, dice el hombre, “lo mate por dinero y por una mujer. Ahora me quede sin el dinero y sin la mujer”.

El dialogo da inicio a un desenlace, uno que anticipadamente nos han presentado, las palabras aluden a un fatalismo inevitable, decidido y aplazado. El hombre, herido y sudoroso, se confiesa, aunque como él lo dice, no es esa palabra que lo define. Lo que busca es la redención, en su modalidad más pesimista. Para conseguirla necesita lograr la empatía de sus colegas, de su amigo, pero principalmente, del espectador.

Tan pronto hemos escuchado esas palabras, somos transportados al inicio de esa tragedia que revelará Walter Neff (Fred MacMurray), carismático y egocéntrico vendedor de seguros, quien durante una visita a la residencia Dietrichson para renovar una póliza, se convierte en comprador de la fascinante Phyllis (Barbara Stanwyck) quien a pesar de su rutinaria faceta de victima, sabemos que va a controlar el destino del protagonista, de sus acciones, de sus penurias, de todos menos el suyo. Walter es demasiado arrogante para percibir que la situación esta fuera de su alcance, pero también siente demasiada curiosidad por lo que la mujer representa, la atracción que tiene hacia desde el primer instante que la ve (ataviada solo con una toalla), el reto que asume para actuar como cabeza y salvador y también la sensación de peligro que involucrarse le representa

Billy Wilder sabía que todo en un guión es necesario, de lo contrario, es texto inservible. Desde sus deliciosos monólogos en off (como lo haría después con otra obra de arte, Sunset Boulevard, 1950) hasta la cadena en el tobillo, todo esta colocado para crear un espacio fantástico, propio, único, pero también evidente en su reflejo de la maldad humana, de la tendencia a lo censurado. No hay detalles sueltos, casuales ni sugerentes, cada momento introduce información relevante, los diálogos nunca son gratuitos, las emociones parsimoniosas. Y como no habría de serlo, si la historia lleva la firma del mismo Wilder y de Raymond Chandler, adaptando una novela (o serial) de James M. Cain quien a su vez, tomo inspiración de un caso real sobre un ama de casa que planeo, con su amante, el asesinato de su esposo.

Lo que la cinta desencadeno fue una soberbia aproximación, no solo al espíritu humano, no solo a la manera de contar historias, sino también a la forma de hacer cine. Wilder visualiza un manual sobre el film noir. Su mundo es uno de invadido de sombras, en una urbe que solo vive de noche. Sus personajes avanzan por esa oscuridad dilucidando siluetas con el humo del cigarrillo, lanzando excepcionales frases dentro de escenarios sofocantes, encerrados, casi paranoicos. Todo para llegar a la incomodidad de un impulso instintivo del humano, Walter se dedica a eso, analiza toda situación para evitar cualquier fraude, busca hoyos dentro del razonamiento. Desde su interna posición, quiere pensar que puede engañar al sistema, engañarse a si mismo. Y el director aprovecha ese contraste, no únicamente visual, para dejar que sea el espectador quien se engañe. En el inicio, sabemos que ese plan casi perfecto ha fracasado, algo ha fallado. Es en ese encierro característico del género en el que vive el personaje donde buscamos aliarnos a ese villano, a ese asesino, a esa patética figura en sombras que implora por la comprensión, por la degradación, casi por la aceptación de que no somos mejores que él.

Y no lo somos, creemos serlo. No es su voz quien nos acompaña en el trayecto, no es la ejecución perfecta de un plan solo revelado con la acción (y una de las secuencias más elegantes e impactantes, cuando ella ocupa el cuadro y toca por tercera vez la bocina del auto) ni tampoco son las múltiples facetas que cada personaje explora (la hija, el novio, los superiores) Como audiencia, todos hemos pasado por ese recorrido, al menos internamente, sabernos por encima de la situación, capaces de salir librados de cuanto mal provoquemos. ¿Es posible? ¿Es realizable? ¿Somos capaces?

“I wonder if you wonder”, le dice Neff a ella durante su primer encuentro. Lo mismo nos dice Wilder a nosotros.

Double Indemnity (1944)
Dir. Billy Wilder