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A estas alturas yo soy el primero en negarlo. No existen finales felices, no pueden existir porque el final implica ya no ser capaz de distinguir o experimentar emociones. Tampoco hay mucho espacio para el recuento, la reflexión. No hay invitaciones hay revisar, a revivir. Ni mucho menos hay necesidad de sonreír. Cuando todas las voces de un pasado se acumulan y resuenan cuando la conclusión a la que se ha llegado era la misma que anunciaban, lo único que queda es reconocerlo. No aceptarlo, es imposible aceptarlo, simplemente saberlo.
Recordar entorpece, no beneficia. Cerrar los ojos suele traicionar. De tal forma, uno ve una situación que existió y se extinguió. Si en verdad un abrazo cierra muchas cosas, aquellas que tiene que abrir se almacenan en otro lugar. Un abrazo requiere, primordialmente, concentración. Las personas que pasan de lado son siluetas que adornan el momento, cada respiración se detiene, se retrae a placer y conciencia, sabiendo que su función no es requerida en ese instante. Para completar y acompañar, ninguna función es requerida, no lo es la vista, no hay nadie a quien necesite ver físicamente para hacerlo. No lo es el tacto, es indefinible la sensación de un abrazo, la sudoración, la exaltación. No hay fricción, no hay tensión. Pero el sentido que principalmente se pierde es el oído. Nada quiere ser reconocido, representado, alabado. Nada interrumpe la sensación, cada sonido que atraviesa ese momento es bloqueado, rechazado, aislado.
No. El tiempo no se detiene. Mucho menos el corazón. En realidad, se acelera. El ser humano no esta diseñado para admitir esas sensaciones. Son demasiado intensas, demasiado aterradoras, demasiado breves. ¿Cuántos abrazos se necesitan para saberlo? Solo uno.
Seguro por eso a todos nos gusta ver de esos abrazos en cualquier medio visual. Por eso y porque todos tenemos que negarlos.